El palacio Yusupov de San Petersburgo, levantado junto al río Moika, un canal del Neva, es un establecimiento deslumbrante, donde el penúltimo día del año 1916 fue asesinado Grigori Rasputín, curandero y consejero de la zarina Alejandra Fiodorovna y animador espiritual y carnal de la corte imperial. La ajetreada ejecución del monje siberiano -en la que, según la leyenda, se empleó contra él, pastelillos envenenados, una garrota y disparos de revólver antes de arrojarlo a  las frías aguas del Moika- tuvo lugar en el sótano del palacio donde las autoridades turísticas han montado un teatrillo del drama con figuras de cera. La guía, fervorosa partidaria de Putin, enfatiza la presencia de agentes británicos en el lugar del crimen, en calidad de instigadores, cómplices y quizá también ejecutores, porque, dice la versión oficial, Inglaterra quería debilitar a la familia imperial para derrotar a Rusia. A la vista de este precedente histórico, nos preguntamos: ¿quién quiere debilitar a la familia imperial de doña Ayuso y su hermano el gran duque Tomás y con ello hundir la república independiente de Madrid cuando se pide la cabeza de don Miguel Ángel Rodríguez (a) don Mar?

Don Mar encarna el liberalismo desenfrenado de Madrid como Rasputín encarnaba la espiritualidad profunda de Rusia. Sin complejos. Si su mentor y jefe espiritual don Aznar predica la libertad de conducir borracho por la autopista, don Mar lleva la prédica al acto, se pone ciego de alcohol, empuña el volante y embiste a los vehículos con los que se cruza. Ahora, su misión le había llevado junto a  un alma sensible y receptiva a sus consejos y malabares, y había convertido a una muchacha ambiciosa pero un poco boba en la lideresa de la derecha española. Y es ahora, en el cénit de su carrera brujeril, cuando piden su cabeza. Bien es cierto que, por aquello de la ecuanimidad y la equidistancia, también han pedido la cabeza de don Egea, el gurú del otro bando, comparables ambos, si no en creatividad, sí en su afición manipuladora y en las catastróficas consecuencias de sus maquinaciones.

Si ampliamos el foco sobre estos sucesos, podemos atisbar un cierto aire de época. No hace ni siete meses que don Sánchez se sacudió de encima a su brujo de cabecera, don Iván Redondo, que ahora ha abierto una tribuna para difundir sus fórmulas, sortilegios y abracadabras. Los brujos son pertinentes en un tiempo en que medran terraplanistas, negacionistas y conspiranoicos de toda laya, pero su oficio despierta en el público una secuencia de sentimientos que va de la curiosidad al odio después de pasar por la complacencia y la sospecha. El núcleo de su trabajo consiste en liberar de la responsabilidad de sus actos a quienes les contratan, lo cual es posible solo mientras los errores y pifias sean de menor cuantía, no cuando el edificio se viene abajo. A la postre, los brujos componen un gremio sacrificial, destinado a la hoguera. Víctimas propiciatorias del desastre que se avecina. El asesinato de Rasputín precedió en menos de un año a la revolución de octubre y al final de la monarquía zarista.