La verdad requiere mucho tiempo. Donde una información ahuyenta a otra, no tenemos tiempo para la verdad. En nuestra cultura post factual de la excitación, los afectos y las emociones dominan la comunicación. (No-cosas, Byung-Chul Han).

El rasgo más relevante del debate público, por llamarlo de alguna manera, en estos días es el extenuante coste que tiene la restauración de la evidencia después de que se haya implementado una gigantesca trola como punto de partida de la discusión. Esta difícil existencia de la verdad ocurre, curiosamente, cuando las pruebas que la abonan son más numerosas y están más disponibles que nunca al escrutinio público. Nunca como ahora, por ejemplo, la gente ha exhibido sus querencias y fechorías con la prontitud y  complacencia con que las cuelgan en las redes sociales abiertas a la curiosidad universal. Esta transparencia comunicacional tiene un efecto paradójico y, en vez de hacer accesible la evidencia de los hechos a la conciencia que ha de juzgarlos, esta se repliega bajo un caparazón de prejuicios y apriorismos que obliga a una penosa reconstrucción de las pruebas para restaurar una verdad que, en último extremo, siempre queda bajo sospecha.

Todo el mundo, literalmente, pudo ver en tiempo real y desde su propia casa que una numerosa horda de fanáticos enloquecidos asaltaba con extrema violencia la sede del parlamento en Washington amenazando a los parlamentarios electos y cometiendo al paso toda clase de destrozos y saqueos. Aquel episodio produjo cuatro muertos y numerosos heridos pero la instrucción del caso ha estado acompañada por un ruido negacionista de fondo que desemboca en que el partido republicano, directamente concernido por los acontecimientos, los califique en un documento oficial como diálogo político legítimo. Basta que nos detengamos en esta calificación delirante de los hechos para comprender lo ardua que resulta su refutación. Para los restos, en una buena parte de la opinión pública, una cruenta salvajada será un diálogo político legítimo. ¿Cuánta mentira puede aguantar un sistema democrático, que se soporta en los hechos y en la responsabilidad?

En la corrala hispánica vivimos estos días un episodio similar de lo que podríamos llamar verdad alternativa, si bien incruento, por fortuna. Un diputado, que vota telemáticamente desde su domicilio, pulsa el botón equivocado en una votación decisiva para el gobierno y la oposición y cambia el resultado esperado por sus correligionarios. Todo el mundo, una vez más, percibe intuitivamente lo ocurrido, independientemente de la satisfacción o desagrado que le produzca el resultado. Pero, de inmediato se despliega una gigantesca trola destinada a negar la evidencia. Los troleros forman una falange e inician una embestida general contra la realidad con toda la munición retórica a mano, que va creciendo en intensidad y grado, desde la reclamación de un error informático hasta la acusación de prevaricación contra la presidenta de la cámara. A cada paso se incorporan más fuerzas a la pugna para defender la realidad de los hechos: testigos, expertos, técnicos, letrados, pero lo que debiera ser una obviedad compartida se convierte en un relato de parte. Se ha creado una verdad alternativa, que a pesar de su inconsistencia factual y su carácter fantasmagórico, compite con la evidencia de los hechos. La trola ha conseguido su principal objetivo: hacerse presente y respetable. Y aún en último extremo tendrá que manifestarse el tribunal constitucional, con lo que la totalidad del andamiaje institucional de la democracia quedará sometido al estrés de la mentira.

Ciertas  derechas de peso creciente en las llamadas democracias liberales han puesto en marcha una enmienda a la totalidad del sistema (aquí lo llaman consenso progre) destinada a levantar una verdad alternativa de acuerdo con sus intereses. Este empeño consiste en la negación de la realidad en que se basa la racionalidad del debate, e implica la destrucción de la rule of law. El proceso causa estupor y da miedo. No resulta fácil asistir con tranquilidad al espectáculo del jefe de la oposición llamando ilegítimo al gobierno o prevaricadora a la presidenta del parlamento un día sí y otro también. Parece que, por ahora, la sociedad tiene recursos para conservar la cordura en esta atmósfera política completamente tóxica pero nadie sabe cuánto durará este equilibrio ni si los zarandeos que se infligen al sistema podrán ser absorbidos por el funcionamiento ordinario de este.