El gobierno de don Sánchez traslada al defensor del pueblo el expediente de los abusos sexuales de menores a manos de la clerigalla. Es una idea genial que este escabroso asunto llegue a la competencia de don Gabilondo, un metafísico contemplativo, ex cura él mismo. Nadie mejor para entender la naturaleza y los perfiles de un tema que no puede ser dejado a la libre opinión de la plaza pública. Por ende, el defensor del pueblo se rodeará de una comisión –independiente, of course– de la que también formará parte la corporación episcopal. ¿Qué puede salir mal? Intentemos entenderlo.

En la galaxia institucional de un sistema político complejo como el nuestro, el defensor del pueblo es el artefacto más remoto y opaco, casi, diríase, un agujero negro. La cámara de los pasos perdidos. ¿Alguien del público recuerda alguna intervención o resolución de este órgano que tuviera relevancia para el común o trajera alguna modificación significativa en los hábitos de la sociedad? La institución fue copiada del ombudsman sueco, cuando Suecia era el modelo socialdemócrata que los progres españoles admirábamos con la boca abierta. Al momento de instituir este órgano nadie reparó en su carácter ocioso. En una democracia los intereses de los ciudadanos están representados por los parlamentarios electos y los derechos vulnerados son reparados por tribunales independientes y ecuánimes.  ¿De qué nos defiende, pues, el defensor del pueblo?

Don Gabilondo y este escribidor pertenecen a una generación que vivió en un estado hoy inimaginable para los jóvenes, incluido el presidente del gobierno. La dictadura de Franco delegó en la iglesia católica la policía de costumbres, a través de la educación, las parroquias, centros de acogida de huérfanos, asociaciones juveniles, liturgias y festejos, infinidad de publicaciones y recursos propagandísticos, y los seminarios y conventos repletos de aspirantes a la clerecía. Todos ellos aquejados de la peor enfermedad sexual imaginable, la castidad, lo que les hacía vivir en un infierno interior cuyos efectos en la grey estaban oficialmente protegidos de cualquier escrutinio porque los ministros y funcionarios eclesiales gozaban en su área de competencia de una inmunidad civil y penal que para sí quisiera el rey emérito.

Lo asombroso en este contexto no es que se produjeran abusos en los niños y niñas que los religiosos tenían a su cargo sino el modo como administró la jerarquía eclesiástica estos episodios mediante una sistemática ocultación de los hechos, negación de las evidencias, descrédito de las víctimas  y, si no queda más remedio, el traslado del culpable a otro predio eclesial donde no se le conociera y donde el trasladado reincidía en su actitud, hasta la próxima, lo que convertía a toda la institución eclesial en una mafia cuya actividad delictiva, por complicidad u omisión de socorro a la víctima, llegaba hasta la misma silla de San Pedro.

Pero la cuestión aún tiene un fondo más profundo y rocoso, si cabe. No es que la iglesia tenga miedo a la verdad, como dicen las víctimas, sino que lleva dos mil años decidiendo lo que es verdad y lo que no. La cuestión es otra y puede resumirse en la incapacidad ontológica de la iglesia para entender el problema en los términos humanos que lo entiende la sociedad civil. La noción de delito no opera en la iglesia; su equivalente es el pecado y este lo decide y lo absuelve la propia iglesia. Como todos los organismos invasivos, devoradores de conciencias, proveedores de culpas, la iglesia tiene un mecanismo retráctil, que cuando las cosas se presentan recias para sus intereses le hace replegarse en sí misma y presentarse como una víctima. Lo hemos apreciado estos días en las declaraciones de obispos sobre los abusos a menores: fueron pocos casos…, los niños provocaban al cura…, las familias y la sociedad también tienen la culpa…, etcétera. Esta será la atmósfera intelectiva en que se desarrollarán las deliberaciones de la comisión independiente del defensor del pueblo. Pero, ¿qué vamos a decir aquí que don Gabilondo no sepa?