A cierta edad, la que tiene este escribidor, resulta difícil confesar que se ha visto una película con un nudo en la garganta y una lágrima corriendo por la mejilla. Y sin embargo eso es lo que le ha ocurrido a este espectador ante la impactante Maixabel, de Icíar Bollaín. Los que no fuimos víctimas del terrorismo y sin participar de sus premisas y objetivos tampoco intervinimos en las (minoritarias) iniciativas civiles de protesta contra sus acciones, experimentamos aquel interminable periodo, que ocupó la práctica totalidad de nuestra vida adulta, con una mezcla de agobio y vergüenza, que sin duda explica la acogida de la película.

Hay que decir, de entrada, que es una obra maestra. Cada plano, cada diálogo, cada corte del montaje y el trabajo de los intérpretes son precisos, hipnóticos y cargados de significación al servicio de una historia cuya dificultad para hacerla verosímil es indudable, tanto más cuanto que el espectador sabe que se están refiriendo sucesos reales y no suspende su incredulidad, como hacemos ante la ficción,  sino que la mantiene viva y agudizada. Como es sabido, aquí se narra un episodio de la fórmula encuentros restaurativos entre víctimas y victimarios, puesta en marcha por las instituciones penitenciarias a petición de algunos reclusos por delitos de terrorismo, sobre la que cualquiera entiende que es una iniciativa excepcional, cargada de preguntas y rodeada de reticencia, escepticismo y rechazo. Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jauregui, asesinado por eta, tuvo el coraje de sentarse frente a los asesinos de su marido y la película cuenta la evolución moral de la víctima y de los verdugos, y sus respectivas circunstancias, desde el momento del crimen hasta que uno de ellos participa en un homenaje a su víctima.

Cualquier resumen de esta historia traiciona su sentido. No hay en ella épica ni melodrama, y las nociones a las que recurrimos automáticamente para entenderla, procedentes de la cultura cristiana –arrepentimiento, perdón, redención-, tampoco encajan en el cuadro. Ningún personaje las formula ni se envuelve en ellas. Acaso, la inspiración de la historia está en una moral camusiana, que rechaza el asesinato como instrumento político y aspira a la fraternidad en un mundo en el que los seres humanos estamos solos. Curiosamente, víctima y verdugo comparten la condición de estar aislados y desarraigados. La primera, convertida en una apestada por el muro de insolidario silencio y desconfianza que se crea en su entorno social, sin más paliativo que la compañía de su familia y del pequeño grupo de amenazados como ella. El verdugo habita en un universo kafkiano, atenazado por una organización sin rostro en la que ingresó voluntaria y jovialmente y a la que sirvió con despreocupación, y que le reduce a la condición de pieza de un mecanismo ciego. Ambos han de romper el muro que les cobija y les aísla en busca de algo que ninguno de los dos puede definir. La historia tiene dos finales. Uno, el operativo, digamos, lo protagonizan tres fantoches encapuchados y tocados con boina que declaran el fin de la actividad armada. El segundo, lo representa el verdugo arrodillado ante el monolito que recuerda a su víctima. Aquí termina la película y debería empezar el debate.