La sección de necrológicas empieza a ser, si no la más frecuentada del repertorio mediático por razones de salud mental, sí la más afín al estado de ánimo del lector. Raro es el día que no traiga algún estímulo para el examen de conciencia. Las defunciones de nuestros contemporáneos agitan el pasado compartido y alborotan el orden que hemos impuesto a la memoria. Ha muerto el dramaturgo Alfonso Sastre, que poco dirá a quienes estén por debajo de los sesenta y/o no tengan algún nexo de curiosidad o de afición por el mundillo del teatro. De añadidura, la noticia de su fallecimiento se ha visto opacada por la del cineasta Mario Camus, y es que los difuntos compiten por el último destello de fama y en ocasiones como esta se agolpan en la meta.

Alfonso Sastre fue autor de dramas meritorios y reconocidos, agitador cultural y político y algo parecido a un silencioso proscrito en la última etapa de su existencia, cuando la simiente cultural y política que habían sembrado no sin esfuerzo él y otros floreció de una manera por completo inopinada, nada resultó como se pretendía y queda una memoria como derrota, en la doble acepción que contempla el diccionario, como rumbo de navegación y como fracaso. Sastre perteneció  a la primera generación enfrentada al franquismo terminada la guerra y fue detenido en los sucesos de Madrid de 1956. Aquel episodio inició una azarosa resistencia en ciertos ámbitos de la cultura, caracterizada por intentos de renovación formal y de significación política en la novela, el cine y el teatro, aprisionados por una censura de hierro. En este empeño estuvo acompañado de otros escritores y dramaturgos, entre los que estaba Alfonso Paso, que devino el más conspicuo intérprete teatral del gusto chabacano del gran público resultante de cuatro décadas de dictadura, y José María de Quinto, apellido hoy famoso por su hijo, Marcos de Quinto, el estridente empresario de bebidas azucaradas y ex diputado dizque centrista que se manifestaba en tuiter como un ultra frenético. La genética, como la historia, es imprevisible.

En aquel cruce de estrategias encontradas, Sastre tuvo una célebre polémica con Antonio Buero Vallejo sobre el posibilismo, es decir, la adaptación de los autores a las exigencias de la censura para que su mensaje llegara al público. Un debate agónico que se extendía por aquella farándula de la época como una mancha de aceite. Buero era posibilista y su teatro pesadamente alegórico terminó por entronizarle como rey de la alta cultura escénica en los últimos años de la dictadura, cuando se leía entre líneas, mientras el teatro de Sastre, desgarrado y directo, seguía en los márgenes del sistema. Entonces estalló la bomba en la cafetería de la calle Correo de Madrid, septiembre de 1974, y Sastre, su esposa, Eva Forest, y otras personas del mundo del teatro fueron imputadas por apoyo a los terroristas. Días de espanto. La causa del dramaturgo fue sobreseída después de ocho meses de prisión. Sastre y Forest emigraron a este paisito del golfo de Vizcaya, donde a su entender se cocía la revolución por la que tanto habían luchado (un trampantojo que también sedujo a José Bergamín) y se afincaron en una ciudad cuya revolución se celebra una vez al año y en ella se dirime si en el alarde de la fiesta patronal las chicas pueden desfilar como  milicianas, trabuco al hombro, o solo de cantineras, como corresponde a la condición del mujerío. Un debate trascendental, como puede apreciarse.

Pero no seamos injustos con la historia. Este espectador debe a Alfonso Sastre dos revelaciones memorables: el impacto intimidante de una representación estudiantil de Escuadra hacia la muerte, a finales de los sesenta, y el hipnótico clima creado por la interpretación de Rafael Álvarez El Brujo en La taberna fantástica, mediados de los ochenta. El teatro tiene la virtud de trasladarte a otro lugar, que solo se desvanecerá cuando ya no esté aquí el espectador que lo ha habitado. Es la razón de estas líneas.

Nota bene: El título de este comentario está tomado de una obra de Sastre.