Un quídam sin nombre se infiltra en una multitud angustiada y próxima a la histeria, hace estallar los explosivos que esconde bajo sus ropones y se lleva consigo a más de doscientas personas entre las que hay trece militares estadounidenses, algunos de los cuales no habían nacido cuando empezó la guerra y los únicos de los que sabremos el nombre y que recibirán un sepelio con trompetas y descargas de fusilería. Su comandante en jefe promete venganza y en el tiempo de un parpadeo un artefacto no tripulado bombardea un lugar de ignota ubicación y ocasiona la muerte de dos dirigentes de alto rango, también innominados, del  grupo que envió al terrorista suicida. Poco después, otro artefacto no tripulado, o el mismo, bombardea un vehículo en el que viaja un segundo quídam anónimo y se evita así una nueva matanza entre la multitud. En este segundo caso se dice que la explosión ha alcanzado a una familia y ha ocasionado la muerte a algún niño pero eso no se sabrá nunca y además, a quién le importa. Tampoco se sabrá nada verificable de los dos dirigentes de alto rango ni del terrorista de infantería que viajaba en el vehículo.

Estos episodios bélicos reciben el nombre de operaciones de inteligencia y explican por qué Estados Unidos y sus renqueantes aliados pierden las guerras. Una inteligencia que es capaz de reconocer el peligro en un zulo donde se esconden dos tipos o en un vehículo en marcha en el que viaja un presunto terrorista, y los elimina a ambos con precisión quirúrgica, no puede sin embargo discernir que una ciudad de cuatro millones y medio de habitantes está ocupada por el enemigo, como en el chiste de Gila, y la guerra está perdida sin remedio desde hace décadas, como experimentó Gila.

La inteligencia es una cualidad de los seres vivos que se gusta mucho a sí misma y propende al ensimismamiento: cualquier cangrejo cree que es el más listo del océano. En resumen, los inteligentes somos nosotros. Una consecuencia de este bucle mental es cierta tendencia a despreciar al otro, amigo o enemigo. La inteligencia occidental está empapada de supremacismo, que tiene su raíz en la llamada modernidad y ha marcado la pauta de nuestra concepción de la historia desde, digamos, el siglo quince. El chorreo de descalificativos que cae estos días sobre los talibanes, brutos, ignorantes, criminales y todo eso, son en gran medida proferidos para ahogar la frustración de la derrota y se muestran como un vestigio, casi paródico, de este supremacismo intelectual en irreparable declive.

Pero, vamos a ver, hablemos de talibanes, ¿desde cuándo acceden las mujeres españolas a la educación superior o a la igualdad de trato en las relaciones laborales? y ya tenemos una fuerza política, la tercera por número en el parlamento, resuelta a frenar y en su caso a revertir estas conquistas. La inteligencia instrumental no excluye el brutalismo moral y político; occidente ha dado ejemplos históricos de esta evidencia que no hace falta recordar. Denles a los talibanes afganos los recursos de inteligencia de los ejércitos occidentales y se civilizarán en un santiamén, a la manera saudí, claro, pero no se puede tener todo. Míster Trump simpatiza con los talibanes: quieren a su país, son tan toscos como él y son winners. La alternativa trumpiana era devolver a los talibanes a la edad de piedra, no dijo cómo, o entregarles el país llave en mano, y optó por lo segundo, obviando al gobierno de Kabul y a los afganos y afganas que preferían el american way of life a la sharia. Pero ¿qué gestor de fondos inmobiliarios piensa en  los inquilinos que viven en el edificio cuando lo entrega a los nuevos adquirentes? Eso también es inteligencia occidental.