El fallecimiento días atrás del artista plástico José Luis Alexanco trajo a mientes, para algunos espectadores de edad afincados en esta remota provincia subpirenaica, los llamados Encuentros de Pamplona 1972, que él organizó al alimón con el compositor Luis de Pablo bajo el patrocinio financiero de la familia Huarte, a uno de cuyos miembros, Juan, le debe no poco la vanguardia cultural española del tardofranquismo. Aquel evento, como se diría ahora, quedó como lo más parecido a la fábula bíblica de la zarza ardiente. En el secarral de la provincia eclosionó un chisporroteo de fantasías y ocurrencias nunca vistas que dejaron una huella perenne en la memoria de los testigos y que tiene la cualidad de parecer más irreal a medida que se recuerda. Pregunten sobre qué fue aquello a los vejetes entonces veinteañeros que corretearon como las ratitas de Hamelin de un concierto a una exposición y de ahí a un debate y vuelta a una proyección de cine y ahora ¿a dónde vamos? No obtendrán más que vaguedades inconexas.

Quien esto escribe encuentra entre los cromos de la memoria un concierto de John Cage, una representación de danzantes indios de Kerala, una peroración multitudinaria bajo una carpa de color naranja con la presencia del psiquiatra Castilla del Pino, unos marchistas que recorrían las calles uniformados con una indumentaria a rayas, una sesión de teatro estático en la que los personajes eran como esculturas de Giacometti repentinamente espasmódicas, una proyección de cortometrajes del conocido Meliès y del desconocido Javier Aguirre, una exposición de arte vasco, que por entonces era una marca con denominación de origen, y la polémica propia de la época, ah, y una o dos bombas de la banda terrorista doméstica y  las inevitables acciones policiales que, a la postre, serían la única expresión de aquellos días que habría de repetirse en la ciudad en innumerables ocasiones durante las décadas siguientes. Todo lo demás se extinguió como había aparecido.

Casi cuarenta años después, el Museo Reina Sofía dedicó una exposición a aquel acontecimiento. El visitante buscó entre la documentación expuesta algún sentido a sus recuerdos, sin éxito. Fotos en blanco y negro, recortes de prensa, grafismos y diagramas daban noticia de la fugacidad y el equívoco de lo ocurrido. El título de la muestra debería haber alertado al curioso: Encuentros de Pamplona 1972. Fin de fiesta del arte experimental.  En la plúmbea introducción del catálogo se lee: Podría decirse de aquella situación experimental, al contrario de lo que sugerían sus críticos, que comunicación la hubo y en exceso.  En efecto, hubo tanta comunicación que aún no la hemos descifrado. Cuando el visitante abandonó la muestra no encontró otro modo de sacudirse la sensación de irrealidad que se había apoderado de él que dirigirse a la guardesa de la sala y decirle con su mejor sonrisa de complicidad: ¡yo estuve en los Encuentros!  

El acontecimiento dejó en los contemporáneos una inconsolable nostalgia de paraíso perdido. Hace unos pocos años, el arquitecto que construyó las cúpulas emblemáticas de aquel festival dejó dicho en un periódico local: Si el franquismo no se hubiera cargado los Encuentros, Pamplona sería un eje cultural como Venecia. Toma ya. No sabemos qué mérito tuvo el franquismo para que esta remota ciudad subpirenaica no fuera Venecia pero sí podemos asegurar que pocos meses después de los Encuentros, la banda terrorista que usted ya sabe secuestró  a Felipe Huarte, el primogénito de la familia que patrocinó el acontecimiento. Se abría así un nuevo periodo histórico de reacción y provincianismo, a derecha e izquierda, que ha demostrado con creces su resistencia al desgaste. Pero pelillos a la mar. Cuando se llega a una edad en la que el pasado es un naufragio ininteligible, los dispersos fragmentos de la memoria de aquello, que aún se conservan, retorcidos y adulterados, se convierten en metáforas certeras de tu visión del mundo. ¿Por qué habrían de tener más lógica aquellas representaciones efímeras de la realidad que la realidad misma?

La obra artística quizá más famosa de la colaboración de José Luis Alexanco y Luis de Pablo se titula Soledad interrumpida y es una instalación consistente en unas figuras vagamente antropomorfas de material hinchable a las que se inyecta aire comprimido para dotarlas de movimiento al compás de música electrónica aleatoria. Música de la memoria que excita o deprime los deseos y los recuerdos con los que se hilvana la existencia y que se desvanecerán por completo cuando nos falte el aire y lleguemos al final de la partitura. Por cierto, ahora que se menciona, en el concierto de John Cage al que se ha aludido más arriba, algunas hojas de la partitura se cayeron del atril y durante unos segundos, hasta que recuperó los papeles de manos de su ayudante, el compositor se mostró extremadamente nervioso. Entonces no entendí por qué; ahora creo saberlo. Alguna enseñanza habría de dejarnos aquella movida.

(La imagen que encabeza esta entrada es una figura del Equipo Crónica, cuyas copias se diseminaron en los espacios ocupados por los espectadores de los Encuentros, lo que propició que algunos ejemplares desaparecieran con el público al que habían hecho compañía durante al espectáculo. Ese tipo sentado del que no se sabe si es un policía secreta o un ciego es el único vestigio material que queda de aquel acontecimiento y hoy es una pieza de museo).