Echemos un somero vistazo a los síntomas del presente, digamos, la corrupción endémica del gran partido de la derecha que estos días se juzga en los tribunales, las desbocadas andanzas del rey hoy emérito y fugado, la riqueza inmobiliaria acumulada gratis et amore por la iglesia con las inmatriculaciones, la debilidad industrial de un país que no puede producir mascarillas profilácticas y para el que el sustento de la nación reside en que los bares estén abiertos, el tenaz rechazo de las clases altas a la escuela pública y a la educación para la ciudadanía, la resistencia a la igualdad de género, el rechazo a la ampliación de los derechos civiles y las fobias contra migrantes y otras minorías, las querencias homicidas de militares reservistas que sueñan con el fusilamiento de veintiséis millones de españoles y la desigualdad fiscal a favor de los ricos que preconiza la doña gilrrobles próxima ganadora de las elecciones de Madrid, a lo que añadiríamos las veleidades separatistas de las clases medias catalanas y vascas y la mezcla de utopismo e inoperancia de la izquierda, y con estas pinceladas de ambiente podemos hacernos una pálida idea de las dificultades que arrostró la II República, de cuya proclamación se cumplen hoy noventa años y sobre cuyo abrupto final no hay nada que añadir.