Dicen que míster Johnson, esa versión pulida y oxoniana del loco del pelo rojo americano, mudó el carácter tras su paso por la camilla de cuidados intensivos en la que le tumbó el coronavirus el pasado abril. Desde el remoto Saulo de Tarso sabemos que las caídas del caballo te alteran la mollera y cambian tu vida. Una experiencia que también ha debido sentir la joven Victoria Federica al saber que la jaca que montaba era hija del dinero negro de su abuelo. Cuidado con los caballos; dicen que son un animal noble pero en su estupidez también puede descalabrarte o convertirte en un peatón razonable. Comoquiera que sea, tras el trance, míster Johnson adoptó frente a la pandemia una actitud estándar –continental, dirían al otro lado del canal-, es decir, abandonó la idea imperial de derrotarla a pecho descubierto mediante la herd inmunity y más modestamente optó por la regulación restrictiva de la convivencia social, con resultados parecidos a los países de su entorno. Ni buenos ni malos, solo pasables. Entretanto, tras la bruma de la pandemia, se negociaban los últimos flecos, como suele decirse, de la salida del reinounido de la unioneuropea, que ha culminado en el último minuto, con su correspondiente dosis de suspense, a la típica manera bruselense.

Dicen que el resultado ha sido bueno, o el mejor posible, o el menos malo imaginable, tanto da. Lo cierto es que un mamotreto de mil doscientas y pico páginas de letra pequeña, que deberán interpretar y aplicar decenas de administraciones públicas de todos los niveles en veintisiete países distintos es impermeable a la hermenéutica. Confiemos, pues, en sus redactores para sellar de una vez la más estúpida aventura política de este principio de siglo.

Este apaño último sobre el brexit es un signo característico del final de este año aciago en el que se registra un cierto reflujo de la ola de populismo de extrema derecha que ha recorrido el mundo occidental desde tres o cuatro años atrás. Trump ha sido derrotado, lo crea o no él mismo, pero deja millones de partidarios en pie de guerra a la espera de otra oportunidad, y no solo en su país, también en Europa. Aquí, aún estamos estancados en las consecuencias del prusés, vox es la tercera fuerza del parlamento, si bien da muestras de estar astillándose, y la izquierda en el gobierno acusa fatiga sin haber conseguido aún gran cosa. No hay muchos motivos para tirar cohetes.

El trumpismo se ha estrellado contra el muro institucional de las democracias llamadas liberales pero el choque ha revelado las fisuras del edificio y el descontento que anida en su interior. En Bruselas parecen haber detectado los síntomas y los fondos europeos habilitados para afrontar la recuperación de la pandemia son un cambio de rumbo, del friedmanismo al keynesianismo, dicho sea con todos los matices, que por lo demás ya han topado con el populismo de derechas que gobierna en Polonia y Hungría. La Europa que conocemos hasta ahora ha dejado en la cuneta a muchos y muy variados grupos de población zarandeados por los vaivenes de los mercados y, si quiere perpetuarse, va a tener que recargar las pilas del contrato social que está en la base de su existencia, por la cuenta que nos trae a todos.