Poder absoluto es el título de una peli de Clint Eastwood (1997) en la que un sofisticado saqueador de mansiones cuando sus propietarios están ausentes se ve sorprendido en plena faena por una pareja de amantes a la que observa desde su escondrijo. Los juegos de la pareja derivan en violencia y en el asesinato de la muchacha por disparos de los escoltas del hombre, que es el presidente de los Estados Unidos. Esta secuencia inicial es magnética; la segunda parte de la película es un convencional relato policíaco que se degrada hacia el improbable final en el que el héroe solitario, invadido por la ira y un primario instinto de venganza, restaura la justicia al precio, nada menos, que de propiciar la ejecución extrajudicial del presidente. Esta deriva de guión es típica del cine de Eastwood pero, al enfrentar al héroe a ciertos escenarios tan complejos como puede ser el armazón institucional del sistema estadounidense, resulta grotesca. El presidente tiene en efecto un poder absoluto pero, por eso mismo, ningún llanero solitario puede enmendarlo ni atajarlo.

Clint Eastwood es uno de los mejores cineastas vivos y su filmografía contiene un buen puñado de obras maestras. También es un conspicuo votante trumpista. Es imaginable que si a Trump le gusta el cine apreciará la obra de su correligionario, sobre todo aquella en la que un tipo impávido, que viene a caballo y es diabólicamente rápido con las pistolas, restaura la justicia con la ley del Talión y libera a los oprimidos que se encuentra en su camino antes de seguir hacia otros horizontes. De hecho, Trump llegó a la Casa Blanca con maneras de justiciero del Oeste y el sedicente propósito de acabar con la corrupción de la clase política, y durante cuatro años ha representado al matón impávido, desdeñoso e inflexible que ha acuñado Eastwood en la pantalla.

Lo que distingue al presidente derrotado del pistolero del cine es que él no quiere ir a ninguna parte. No quiere montar de nuevo en el caballo y perderse en la calima de la puesta de sol. Trump ha descubierto que ese poblado minero o lo que sea donde ha impuesto su poder absoluto es el mejor lugar para quedarse para siempre. Pero la película se acaba y ya hay operarios retirando el atrezo y desmontado el escenario para el próximo rodaje. El pistolero de la cresta anaranjada está perplejo e irritado, así que ha decidido impartir un poco más de justicia en los días que le quedan en el papel, antes de que venga el sheriff o los seguratas del estudio o a quien corresponda sacarlo del plató. Justicia urgente e inapelable: indultos para los suyos y pena de muerte para los otros. Bien mirado, es lo que hace el personaje de Eastwood antes de montar a caballo y alejarse… hasta la próxima peli.