El uso de internet estimula la paranoia, hasta un grado que puede convertirse en cuestión de estado como ocurrió cuando al gobierno y a sus acólitos les dio por pregonar que el guirigay catalán era cosa de espías rusos. Al final, las alucinaciones provocadas por esta campaña llevaron a que a la ministra de defensa se le colara un espía, que no era espía pero casi, por la fibra óptica hasta el pabellón auditivo. Lo cierto es que la red está plagada de espejismos y produce en el usuario un efecto análogo al de aquel superordenador Hal de 2001Odisea del espacio, que parecía ir de buen rollo con los astronautas y en realidad tenía su propia agenda, como se dice ahora. La red también tiene su agenda, como ha podido experimentar el autor de esta bitácora. Permítanme que les cuente la historia. Empezó cuando nuestro héroe se jubiló y sus compañeros de trabajo le obsequiaron con un ebook de la marca que comercializa  la madrileña librería casadellibro. El jubilado se dejó engatusar por el artefacto y en los primeros meses de felicidad post laboral adquirió varios libros en formato digital. Pronto le cansó el juego, por dos razones: porque tiene en la biblioteca de papel más libros de los que podrá leer en lo que le queda de vida y porque los libros on line  son comparativamente caros. Así que se convirtió en un cliente renuente, y en términos comerciales mediocre, aunque no renunció a consultar títulos –ediciones, precios, sinopsis, etcétera- en el catálogo digital de la librería. Y aquí es donde aparecen los espías rusos o sus equivalentes ibéricos.

Cada vez que nuestro héroe abre las páginas de diarios digitales, operación que realiza todos los días,  se encuentra en los recuadros de publicidad (banners en la jerga) anuncios de casadellibro con los títulos que ha consultado en días o semanas anteriores, recordándole que aún no los ha comprado. Ahora mismo el navegante tiene ante sus narices una página de La Vanguardia en la que en un recuadro se le recuerda la existencia de cierta edición de la Brevísima relación de la destrucción de Indias, que consultó hace unas semanas. Ver tus muy personales querencias literarias entre noticias de interés general es una experiencia desconcertante y, por último, irritante. Un indecoroso comportamiento que, sinceramente, no esperas de una máquina. Es como si el amigo Javier López de Munáin, con el que el navegante ha tomado café esta mañana, le recordara cada vez los libros que hojeó en su librería sin llegar a comprarlos. Eh, que te pasaste media hora con La decadencia de occidente entre las manos, ¿qué hay de lo nuestro?  Los que, como nuestro héroe, se han educado en la docilidad cívica, aceptan que lo sepan todo de uno, pero les fastidia que se lo recuerden a cada paso. Te estoy vigilando, y eres un jubilado que colabora muy poco con la industria editorial (o textil, o la que sea), atente a las consecuencias. Es el mensaje.