La presencia de Winston Churchill como protagonista de un biopic en las carteleras de cine ha puesto de actualidad, una vez más, el debate sobre las dimensiones y las diferentes caras de este gigante de la política del siglo pasado. La moda se corresponde a un particular estado de ánimo que recorre Europa sesenta o setenta años después de la caída de los últimos imperios occidentales.  Churchill fue un imperialista típico, más belicoso que el promedio de la adormecida sociedad británica del primer tercio del siglo, pero que, al contrario que la mayoría de la clase dirigente a la que él mismo pertenecía, proclive a entenderse con Hitler, comprendió que había que hacerle frente para salvaguardar los intereses británicos. A la postre, la guerra fue atrozmente costosa para Reino Unido y como resultado perdió su imperio, lo que también ocurrió a otras potencias vencedoras, como Francia. Así que Churchill quedó para la memoria como el héroe de Dunkerque y de la batalla de Inglaterra, dejó de ser el político conservador y marrullero que había sido durante su dilatada vida pública y devino líder carismático que galvanizó las fuerzas de la nación y supo insuflar un espíritu de resistencia que hizo posible la victoria.

A los países del extremo occidental de Europa, España entre ellos, el mar les dio la oportunidad de ser imperios antes que naciones, de modo que no puede extrañar que en estos tiempos de incertidumbres nacionales, revolotee cierto debate, por ahora solo académico, sobre lo que fueron los imperios de antaño y sobre lo que los herederos deber saber y sentir al respecto. En medio de las zozobras del brexit, la universidad de Oxford es sede de un debate sobre lo que fue y lo que los británicos creen que fue su imperio. Estos debates aspiran a legitimar el imperio ante la hegemónica opinión republicana y democrática, y tienen un inevitable componente nostálgico. Una clase de nostalgia que no es nueva en la historia. Joseph Roth postuló la reconstitución del imperio austrohúngaro en sus etílicos últimos años, cuando las naciones que habían constituido una unidad política centroeuropea se abocaban a la que sería la segunda guerra mundial por la emergencia de los agresivos nacionalismos de los recién nacidos nuevos estados. El imperio es un ensueño consolador cuando los engranajes de la nación no funcionan: desempleo, deuda, xenofobia, secesionismo, corrupción. Al contrario que la república democrática, cuyas instituciones deben ser sostenidas cada día por la acción ciudadana y el juego parlamentario, el imperio tiene una inspiración divina, una autoridad centralizada e incontestable, una cultura alfabetizada, reconocible y uniforme, una burocracia administrativa y militar eficiente y un territorio potencialmente ilimitado de donde extraer toda clase de recursos. En consecuencia, la paz es el estado natural de los imperios en la imaginación de sus exégetas. Hasta los levantiscos catalanes eran partidarios del imperio español cuando sus oligarcas se enriquecían con la trata de esclavos africanos.

España no ha quedado, pues, al margen de este revisionismo imperial. El libro de la filóloga María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra, fue un éxito de ventas el año pasado y uno de los títulos más jaleados por la crítica. El libro ha registrado alguna controversia académica pero, como es obvio, no se puede utilizar como manual de autoayuda política. No obstante, el gobierno de don Rajoy debió ver en él un exorcismo en estos tiempos de tribulación y consideró oportuno y necesario que la autora impartiera la conferencia canónica del llamado día de la hispanidad en la sede central del Instituto Cervantes bajo el encandilado título de Hispanidad con futuro. Fue el año pasado  cuando hace tiempo que los catalanes han dejado de traficar con mano de obra para los ingenios azucareros de Cuba.