La segunda cadena de la televisión pública sirvió en la madrugada de la pasada noche de reyes un documental del actor Robert Redford en el que se recordaba la multipremiada película Todos los hombres del presidente, producida y protagonizada por él en 1976, y las circunstancias históricas que le llevaron a hacerla. La película cuenta, como es sabido, la investigación del llamado caso Watergate que llevaron a cabo los periodistas del Washington Post Carl Bernstein y Bob Woodward, cuyos reportajes condujeron a la dimisión del presidente Nixon en 1974. El periodista jubilado que esta noche sigue el relato frente al televisor se pregunta en qué momento los nombres y circunstancias de aquella historia dejarán de ser familiares e incluso inteligibles para el público. Quizás ese momento ya ha llegado y él sea el único espectador de la cadena a esa hora en que las nuevas generaciones sueñan con los regalos que encontrarán mañana al pie del árbol. La historia del Watergate puede encontrarse en Wikipedia pero, a estas alturas, al espectador nocturno le intrigan no tanto los hechos como ciertos aspectos digamos que colaterales del caso.

Toda aquella historia tuvo un aura legendaria, que ganaba densidad cada vez que se contaba y que el documental de la tele, al mezclar los hechos históricos y la recreación cinematográfica, las opiniones de los protagonistas reales con las de sus intérpretes en la pantalla, no hace sino consagrarla, como si la desnudez de los hechos no pudiera escapar de la fuerza gravitatoria de la leyenda. Mientras discurría el documental era imposible no evocar la secuencia final de El hombre que mató a Liberty Valance, en la que se descubre que el acto heroico que había impulsado la exitosa carrera política del abogado Ramson Stoddard  era debido en realidad a otra persona. En la historia de Watergate era más intrigante la presencia fantasmagórica de Garganta profunda que el trabajo metódico, concienzudo y tenaz de Woodward y Bernstein, que no hubieran podido llegar a donde llegaron de no ser por la orientación y las confidencias de esta fuente secreta y misteriosa, que, treinta años después de los hechos, salió a la luz por voluntad propia y resultó ser un director adjunto del fbi en la época en que informaba a Woodward. Así que William Felt, tal era el nombre de la garganta, era Tom Doniphon, verdadero autor de la muerte del Liberty Valance.

El caso Watergate entronizó un concepto periodístico hasta entonces inédito y que hizo que los periodistas de aquella generación de profesionales, que es la del espectador nocturno, pusieran los ojos en blanco. Periodismo de investigación, se llamaba  aquello. La práctica profesional les convenció pronto de que no hay investigación posible sin una garganta profunda que deslice un dossier secreto por debajo de la puerta del despacho. Los políticos aprendieron de inmediato la lección. Nixon perdió la partida porque se creyó ungido por el cargo y, en consecuencia, autorizado a ocultar y mentir sobre los hechos; incluso cometió el error inexplicable de documentar sus deleznables opiniones privadas en cintas magnéticas en la creencia de que nunca serían conocidas. Cualquier político actual sabe que no hay que engañar jamás a un periodista sino hacerle cómplice de la mentira. Hay muchos modos de conseguirlo, como saben los bien nutridos y bien pagados gabinetes de prensa y consultorías de comunicación que trabajan para ellos. Nixon, del que nadie dice que fuera un mal presidente para los estándares de Washington, fue sin embargo un paleto en el mundo de la comunicación que se apoderaba de la agenda pública en aquella época. Fue en la televisión donde sufrió la primera derrota en su carrera presidencial frente a Kennedy y fueron las sesiones televisadas del senado donde se dilucidaban los términos del Watergate las que cavaron su tumba política. Nunca llegó a entenderlo. Estas circunstancias convierten Watergate en un hecho irrepetible. Y mitológico,  como el diluvio universal.