El término evento coloniza y formatea lo real visible, que para la mayoría es la única parte de la realidad a la que tiene acceso. Hasta no hace mucho, evento era una palabra marginal que designaba acontecimientos excepcionales y pasajeros, ajenos al interés de la mayoría, pero ya sea por influencia del inglés event, donde tiene un sentido más extenso e intencionado, de actividad humana, o por cualquier otro capricho de la evolución del lenguaje, ahora entre nosotros evento designa la representación pública de un hecho que antes tenía nombre propio: la primera comunión del niño, la ceremonia de graduación universitaria, la inauguración de un tramo de carretera, la toma de posesión de un preboste, la conferencia de un premio nóbel de química, son eventos independientemente de que el comulgante esté en pecado mortal, la graduación sea resultado de un enjuague académico, el asfalto de la carretera se abra bajo las primeras rodadas, el preboste sea un reconocido corrupto y la conferencia del nóbel un soporífero ladrillo. Todo el mundo en la medida de sus posibilidades planea, organiza y compone eventos a mayor gloria de sí mismo. Esta actividad generalizada ha dado lugar a una industria que está lejos de ser marginal. Un evento necesita banderas y tapices en los muros, sillas para los invitados, mesas para los canapés, micrófonos y altavoces para los discursos y, si es itinerante, se necesitan carrozas y vehículos aderezados con la mayor pompa y fantasía posibles, como en la cabalgata de reyes.

Ante un evento, el personal se divide en espectadores que aspiran a disfrutarlo y mandamases que aspiran a dirigirlo. Los primeros aguantan lo que les echen y los segundos pugnan por garantizarse el control del acto y la fama momentánea que otorga protagonizarlo. Llegado el momento, esta división de roles funciona pero, en la fase preparatoria, es inevitable la pugna entre quienes quieren protagonizarlo. En el evento de la cabalgata, la primera y más frecuente discusión es por quién será rey mago. Ediles de todos los colores, la mayoría republicanos, se pirran por encasquetarse una corona y ser munificientes con los caramelos siquiera una noche en esta época oscura de recortes sociales y bajos salarios.  Pero en ocasiones la pugna pretende un mayor alcance. Es lo que viene ocurriendo estos años en Madrid y sus barrios donde la derecha ha sentido en carne viva la pérdida de poder municipal. La razón de que hayan elegido las cabalgatas para ejercer una oposición tosca y desquiciada podría resultar grotesca si no fuera porque es un indicador de su indigencia intelectual y política. Se ve que el elegíaco no te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena, de quien funge como una de las cabezas pensantes de la derecha  realmente existente, ha sentado un precedente navideño y podemos esperar que también una tradición, que, como la misma cabalgata, introduce variantes al albur del gusto del personal, y este año ha incluido amenazas por las redes sociales y una demanda judicial, que el juez ha desestimado, para dejar fuera una de las carrozas programadas. Pero ¡qué cansino y navideño resulta todo esto!

Un recuerdo personal asalta cada año al escribidor por estas fechas y le alivia de la horrible vulgaridad que reina en la plaza pública. En la cabalgata de reyes de su infancia, mucho antes de que la cabalgata fuera un evento, el séquito del rey Baltasar estaba formado por una especie de tribu de negros salvajes del África ecuatorial, según el estereotipo difundido por los tebeos de la época. Los actores eran mozos del pueblo ataviados con leotardos, camisetas y verdugos negros, el rostro tiznado, tocados de plumas y provistos de lanzas y escudos de cartón pintarrajeados, que saltaban, aullaban y fingían amenazar a los espectadores apostados en las aceras. Al niño le producían un miedo genuino, de la forma experimental que sienten el miedo los niños sabiéndose protegidos. En algún momento, alguien debió pensar que aquella comparsa era políticamente incorrecta y la hizo desaparecer de la cabalgata y hoy deben ser muy pocos los que se acuerdan de ella; uno es el circunspecto Quirón que ofició de salvaje un año.